Alain Supiot :
21 mars 2020
Publication

Alain Supiot : "Seul le choc avec le réel peut réveiller d’un sommeil dogmatique" (version espagnole)

Alain Supiot: “Sólo el choque con la realidad puede despertarnos de un sueño dogmático”.

En: Alternativas económicas, 21/03/2020

La pandemia de coronavirus arroja cruda luz sobre la fragilidad del sistema de salud y de los profesionales de la salud tras décadas de recortes presupuestarios. Irónicamente, Emmanuel Macron reniega de sus propias políticas y creencias en su discurso del 12 de marzo. ¿Cuál es su análisis?

Por mi parte, no hablaría de un acto de renegar, sino de un choque con la realidad. Es la fe en un mundo manejable como una empresa lo que hoy en día choca brutalmente con la realidad de riesgos incalculables. Este choque con lo real no es el primero. Ya en 2008, la creencia en la omnipotencia de los cálculos de riesgo se había topado con la realidad de las transacciones financieras, que en última instancia siempre se basan en la confianza depositada en individuos singulares. No se invierte impunemente el orden institucional, que sitúa el plano de los cálculos de utilidad bajo la égida de una autoridad encargada de la parte incalculable de la vida humana.
Desde los tiempos modernos, es el Estado el que ocupa esta posición vertical y es el garante de esta parte incalculable de la población, ya sea que se trate de la identidad y la seguridad de los individuos, de la sucesión de las generaciones, o de la preservación de la paz civil y de los entornos vitales. Esta garantía es indispensable para el libre desarrollo del plano horizontal de los intercambios entre individuos y, en particular, de los intercambios comerciales.
Ahora bien, el pensamiento neoliberal se caracteriza por el vuelco de este orden legal e institucional. Descansando en la creencia en un “orden de mercado espontáneo”, llamado a gobernar a escala global, lo que Friedrich Hayek llamó la “Gran Sociedad”, el neoliberalismo pone al derecho y al Estado bajo la égida de los cálculos de utilidad económica, y así promueve un mundo chato, purgado de toda verticalidad institucional y de toda solidaridad organizada. La globalización, nuevo avatar de las experiencias totalitarias del siglo XX, es un proceso de advenimiento de un Mercado total, que reduce la humanidad a un polvo de partículas contractuales, impulsadas por su solo interés individual. Además, convierte a los Estados en instrumentos de ejecución de las “leyes naturales” reveladas por la ciencia económica, entre las que destaca la apropiación privada de la tierra y de sus recursos.
La dimensión religiosa de esta creencia fue tempranamente denunciada por Karl Polanyi, quien ya en 1944 observó que “el proceso puesto en marcha por el afán de lucro sólo puede compararse en sus efectos con el más violento estallido de fervor religioso de la historia”. El fervor religioso se caracteriza por ser impermeable a las críticas, por moderadas y racionales que sean. Sólo el choque con lo real puede despertarnos de un sueño dogmático. La crisis financiera de 2008 debería haber activado el despertador del sueño neoliberal. Pero muy rápidamente se convirtió en un argumento para “subir un cambio”. Esta consigna fue la de la OCDE, que en 2010 instó a no cuestionar “los principios que se han defendido durante tantos años”, sino a intensificar las políticas destinadas a flexibilizar los mercados laborales, a “lograr aumentos en la eficiencia del gasto, especialmente en el ámbito de la educación y la salud, y a evitar aumentos importantes de los impuestos”.
Así que nos volvimos a dormir, pero esta vez de un sueño más y más agitado a causa de la evidencia del carácter insostenible ecológica y socialmente de la globalización, de la migración de masas humanas expulsadas de sus hogares por la miseria, de la ira sorda de los pueblos contra el aumento de las desigualdades y la degradación de sus condiciones de vida y trabajo –ira que ocasionalmente estalló en revueltas anómicas como la de los chalecos amarillos–. Estas tensiones no alcanzaron a desafiar el programa neoliberal de desmantelamiento del Estado social. La retórica esquizofrénica del tipo “al mismo tiempo” no bastó para apaciguar las tensiones, las cuales están alimentando, en todo el mundo, el auge del neofascismo, hecho de etno-nacionalismo y obsesiones identitarias y condimentado a menudo con rechazo ecológico.
Hoy, como en 2008, nos enfrentamos a riesgos incalculables que ninguna compañía de seguros puede garantizar. Y hoy, como en 2008, como en todas las grandes crisis, nos enfocamos en el Estado para encararlas. El Estado, sí, del que se espera que utilice todos los mecanismos de solidaridad instituidos en el período de posguerra –servicios públicos, seguridad social, protección de los asalariados– y, si es posible, que invente nuevos.
Por lo tanto, no podemos sino alegrarnos de que el Presidente de la República tome conciencia. Cito sus palabras: “lo que revela esta pandemia es que la asistencia sanitaria gratuita, sin condición de ingresos, antecedentes o profesión, nuestro Estado de bienestar, no son costos o cargas, sino valiosos bienes, activos indispensables cuando el destino nos golpea”. No podemos más que estar de acuerdo con su afirmación de que una nación democrática se basa en “mujeres y hombres capaces de poner el interés colectivo por encima de todo, una comunidad humana que detenta como valores la solidaridad, la fraternidad”. No podemos sino celebrar su homenaje a “miles de mujeres y hombres admirables que no tienen más brújula que la salud, más preocupación que lo humano, es decir, sencillamente nuestro bienestar y nuestra vida”. El homenaje es tanto más meritorio en cuanto esta gente no sueña con hacerse millonaria y carece de lugar en el andamiaje mental del neoliberalismo.

Ante el movimiento de desmantelamiento del Estado social, ¿cuál es el futuro de la justicia social y del trabajo no alienante frente al “mercado total”?

El Estado social, cuyas virtudes se están redescubriendo como consecuencia de la actual epidemia, se apoya en tres pilares que, en efecto, han sido metódicamente socavados durante cuarenta años de políticas neoliberales. El primero de estos pilares es el derecho laboral, que nació en el siglo XIX con las primeras leyes destinadas a contrarrestar los efectos mortales del auge del capitalismo industrial sobre la salud física de las poblaciones europeas. La explotación ilimitada del trabajo humano terminó por amenazar los recursos físicos de la nación, justificando la intervención del poder legislativo para limitar el horario de trabajo de los niños –en Francia con la ley del 22 de marzo de 1841– y luego de las mujeres –con la ley del 2 de noviembre de 1892–. Desde estas primeras leyes, el derecho laboral, al insertar un estatuto protector en todo contrato de trabajo, obliga así a tomar en cuenta, más allá del breve tiempo de inserción en el mercado laboral, los prolongados tiempos que implican la vida humana y la sucesión de las generaciones.
El segundo pilar es la Seguridad Social, cuya invención respondió a la misma necesidad de proteger la vida humana frente a los efectos perjudiciales de su sumisión a la esfera mercantil. La piedra fundamental fue la adopción, en todos los países industrializados, de leyes (en Francia, la ley de 1898) que aseguren la indemnización por accidentes de trabajo. Estas leyes, al hacer responsables a las empresas de los daños causados por su actividad económica, abrieron camino a la idea de una solidaridad ante los riesgos de vida. Esta idea siguió afirmándose con el tiempo, dando lugar a los primeros regímenes de seguridad social, para luego dar paso a la invención del sistema de seguridad social. Según los términos (aún vigentes) del primer artículo del Código de Seguridad Social, ésta última “se basa en el principio de solidaridad nacional”, que la diferencia tanto de la caridad pública (asistencia o protección social) como de los seguros privados. Herencia de la tradición mutualista, el sello distintivo del modelo de seguridad social francés, establecido en 1945, fue la autonomía vis-à-vis del Estado, garante, pero no gerente, de dicha seguridad.
Por último, el tercer pilar del Estado social es el concepto de servicio público, según el cual cierto número de bienes y servicios, la salud, la educación, el correo, la energía, el transporte, etc. deben ponerse a disposición de todos los ciudadanos en condiciones de igualdad, continuidad y accesibilidad.

¿Cuál es su fundamento jurídico constitucional?

En Francia, estos pilares recibieron una base jurídica constitucional a fines de la Segunda Guerra Mundial. Es por esto, a diferencia por ejemplo de las reformas del New Deal, que ninguno de ellos ha podido ser suprimido hasta ahora. No obstante, conforme con el lema neoliberal que llama a “deshacer metódicamente el programa del Consejo Nacional de la Resistencia”, estos pilares han sido objeto de un trabajo de socavamiento, que se ha acelerado enormemente con la presidencia de Emmanuel Macron.
El derecho laboral se ha debilitado en su estructura, debido al repliegue del orden público social en favor de las negociaciones dentro de cada empresa, a la vez que en su alcance, debido a la “uberización”, a la que la Corte de Casación acaba de poner un saludable freno, tendiente a reducir su ámbito de aplicación. Lo mismo ha ocurrido con los servicios públicos, cuyo perímetro se ha reducido mediante la privatización o la competencia de numerosos agentes, y cuya estructura se ha debilitado al pretender gestionarlos “como empresas” mediante indicadores, con los conocidos efectos devastadores de desertificación de servicios en la así llamada Francia periférica o de disfuncionamiento del hospital público.
Este doble movimiento también actúa en el ámbito de la Seguridad Social. El fracaso, a finales de los años noventa, de los planes para abrir el “mercado” muy lucrativo de la cobertura de riesgos de salud y vejez a los seguros privados y a los fondos de pensión, llevó a la adopción de lo que Didier Tabuteau llamó la “técnica del salame”. Es decir, la privatización en finas tajadas de las partes más lucrativas del sistema, tales como el “pequeño riesgo” en materia de salud, o la cobertura de los riesgos de desempleo, familia y, hoy en día, vejez para los que cuentan con los ingresos más elevados. Esta reducción del perímetro de la Seguridad Social se combinó también con una reforma estructural, menos frecuentemente observada, consistente en estatizar la seguridad social: en primer lugar sus recursos, de los que el gobierno dispone no obstante como mejor le place, haciéndole soportar los alivios de carga decididos con fines políticos.

¿Qué peso tiene la legislación europea en este desmantelamiento?

El derecho europeo se ha convertido en un instrumento de adecuación de las legislaciones nacionales a las doctrinas neoliberales, que ven en el Estado social, no una condición para el buen funcionamiento, sino, por el contrario, un obstáculo al orden del mercado y a las libertades económicas. Como observó Fritz Scharpf ya a fines del siglo XX, el derecho de la Unión Europea deviene así capaz de erosionar los sistemas de solidaridad democráticamente edificados a nivel nacional, pero incapaz de sustituirlos por una solidaridad europea. Las respuestas puramente nacionales a la pandemia actual son otra manifestación de esta incapacidad, que ya se puso de manifiesto durante las crisis financieras, monetarias y migratorias de los últimos diez años. La única solidaridad que la UE ha logrado organizar es, pues, la de los contribuyentes para salvar a los bancos de la quiebra.
Lejos de la Europa de las patrias anhelada por De Gaulle, o de la unión política que Jean Monnet y Robert Schuman creyeron poder instaurar evitando el Mercado común, la Unión Europea ha hecho realidad el sueño neoliberal, ya descrito en 1939 por Friedrich Hayek, de una federación de Estados, capaz de entronizar la libre competencia, no distorsionada, poniéndosela a reparo de las exigencias democráticas de justicia social y solidaridad. Sin embargo, es dudosa la viabilidad a largo plazo de esta criatura institucional sin cabeza política ni base democrática.

Usted sostiene que hemos pasado de un régimen de derecho a un régimen de “gobierno por números”. ¿De qué manera ha sucedido esto?

Según el liberalismo clásico, las fuerzas del mercado se ejercen dentro de los marcos jurídicos y constitucionales de la nación, los cuales canalizan y domestican dichas fuerzas. El neoliberalismo presenta la novedad de situar al derecho mismo bajo la égida de cálculos económicos de utilidad. Este es el objeto de la teoría Law and Economics, profesada en la actualidad en las mejores universidades norteamericanas y europeas, y cuyo padre, Richard Posner, no dudó en afirmar con toda lógica que “si hay mucho en juego, la tortura está permitida”. En efecto, si todo es cuestión de cálculos de utilidad y proporcionalidad, no existe ningún principio jurídico intangible, ni siquiera el principio de igual dignidad de los seres humanos. Esta teoría, tras haber sido difundida en las universidades más prestigiosas, ha sido ampliamente aplicada por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y ha influido en la jurisprudencia de nuestras más altas magistraturas.
Esta sumisión de la ley a los cálculos de utilidad arroja luz sobre otra diferencia importante entre el liberalismo y el neoliberalismo, que consiste, no en prohibir, sino en privatizar ciertos sistemas de mutualización edificados por el Estado social. Tal fue, por ejemplo, la hoja de ruta que el Banco Mundial dirigió a los Estados en materia de jubilaciones. En su informe de 1994, titulado Adverting the old age crisis, instaba, por un lado, a reducir las pensiones de reparto en favor de las pensiones de capitalización y, por otro, a reducir las pensiones de prestaciones definidas en favor de las pensiones de contribución definida.
Este doble movimiento tenía por objeto permitir, y así lo hizo en los países que siguieron tales recetas, que los fondos de pensiones ganaran fuerza y se convirtieran en actores importantes de los mercados financieros, con las conocidas consecuencias catastróficas para los pensionistas, como sucede hoy en día en que el valor de las acciones se está yendo a pique. En Francia, la ley Thomas, aprobada en 1997, fue un primer intento de aplicar las directivas del Banco Mundial. Fracasó debido al apego de la población al sistema heredado de 1945. De ahí la nueva embestida del actual gobierno y la oposición que suscita entre los asalariados, cuyas diversas condiciones de trabajo son ignoradas en esta reforma y que se ven privados de cualquier certeza sobre el importe futuro de sus jubilaciones.

Ante la urgencia democrática, ¿cuál es la capacidad de resistencia de la forma jurídica?

Usted tiene razón al hablar de resistencia. La constitucionalización de los derechos sociales permitió mantener en Francia un Estado social, que fue barrido fácilmente en los países donde no había una base jurídica sólida. La ley actúa entonces como un ancla flotante, que puede frenar, aunque no impedir, los cambios de rumbo político. Pero su función no es sólo pasiva, ya que también posee fuerza de tracción. Es lo que precisamente demuestra la adopción en 1946 del preámbulo de la Constitución, que fue el fruto de las reflexiones de la Resistencia.
La proclamación de la igualdad entre hombres y mujeres, la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas o la protección de la salud no se quedó atrás, sino que se adelantó a los hechos y permanece delante de éstos. En momentos de peligro, como los que estamos viviendo, hay y habrá siempre hombres y mujeres que, en lugar de creerse juguetes de fuerzas inmanentes, se preguntarán, a la luz de la experiencia histórica, por las causas de sus males y por el mundo que quieren construir juntos. Y la respuesta a esta pregunta toma necesariamente la forma jurídica de un mundo tal como el mundo debería ser.
Desde este punto de vista, el mito del crecimiento indefinido, que ha alimentado al Estado social, ha embotado nuestra capacidad para formular las preguntas esenciales. Desde el New Deal y los Trente Glorieuses (1946-1975), se ha creído que el aumento continuo de la riqueza podía hacer posible prescindir de la cuestión de la justicia, en cierto momento y en determinada sociedad histórica. Esta es una de las ambivalencias de la cuarta libertad proclamada por Roosevelt, Freedom from want, que en la perspectiva keynesiana podía entenderse como liberación de la necesidad, a la vez que como liberación de la demanda en los mercados.
Así pues, el Estado social ha trasladado a nivel colectivo la estructura del empleo asalariado: “Vos te sometés, pero a cambio te prometo enriquecimiento y condiciones materiales que van a mejorar”. La cuestión del sentido y del contenido del trabajo ha sido vaciada en beneficio de consideraciones de rendimiento y eficacia a corto plazo. Sin embargo, esta situación ya no es sostenible ante el aumento de los peligros ecológicos y sanitarios, que están por lo demás estrechamente conectados.
Seguimos en esta aguda pendiente de pilotear las sociedades en función de indicadores económicos, los cuales están cada vez más desconectados de la realidad que vive la gente, quien por su parte va tomando conciencia del carácter insostenible de este modelo de crecimiento. De ahí la esquizofrenia latente del discurso político, cuyo síntoma en Francia tiene la forma de “al mismo tiempo”: “si querés trabajar, hay trabajo a 200 kilómetros de aquí, ¡pero sobre todo no gastés en combustible!”. A escala internacional, el sistema multilateral se ve afectado por la misma esquizofrenia, como lo atestigua el oxímoron de un “desarrollo durable o sustentable”, que se expresa en forma de una batería de objetivos e indicadores destinados a gestionar el planeta como si fuera una empresa.

¿Qué fuentes de esperanza ve usted?

La crisis sanitaria sin precedentes por la que estamos atravesando puede llevarnos a lo mejor o a lo peor. Lo peor sería que alimentara las ya fuertes tendencias al repliegue identitario y que condujese a trasponer al nivel colectivo de las naciones, o de los grupos comunitarios, la guerra de todos contra todos que el neoliberalismo ha promovido a nivel individual. Lo mejor sería que esta crisis abriera camino, a contrapelo de la globalización, a una verdadera mundialización, es decir, en el sentido etimológico de la palabra: a un mundo humanamente habitable, que tenga en cuenta la interdependencia de las naciones, sin dejar de ser respetuosos de su soberanía y diversidad.
Así entendida, la mundialización es un derrotero que queda por trazarse entre los impasses de la globalización neoliberal y los de un repliegue sobre sí mismo, que la interdependencia tecnológica y ecológica de los pueblos vuelve ilusorio. Esta perspectiva de la mundialización corresponde a lo que Marcel Mauss, en un texto de 1920 –recientemente desenterrado por Bernard Stiegler–, denominó la “inter-nación”. La diversidad de naciones, idiomas y culturas no es un obstáculo, sino, por el contrario, la principal ventaja de la especie humana en la época del Antropoceno.
Pero esta ventaja supone que se establezca cierta solidaridad entre las naciones. Tal debería ser el papel de la Unión Europea, convenientemente repensada y refundada. Tal era la misión asignada tras la Segunda Guerra Mundial a instituciones como la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la Organización Mundial de la Salud (OMS), la UNESCO o la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Marginadas por las organizaciones económicas –Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Mundial u Organización Mundial del Comercio (OMC)–, dichas instituciones merecen también ser reformadas en profundidad y provistas de armas jurídicas para estar a la altura de su misión.
Pero hay que admitir que esta esperanza depende de la capacidad de las “élites” políticas, económicas e intelectuales para cuestionarse a sí mismas, para retroceder cuando han puesto a sus semejantes en un camino que se muestra mortífero. Sin embargo, esta capacidad apenas si despunta ante la catástrofe.
Como es momento de lecturas hogareñas, aprovecho para aconsejarles la lectura de La grande implosion, un cuento filosófico publicado por Pierre Thuillier en 1995. Este relato nos transporta al día después del colapso del orden mundial, ocurrido en una fecha indeterminada y por causas indeterminadas, ¿tal vez por una pandemia...? Se ha designado una comisión de investigación con la tarea de entender por qué, siendo que todo había sido dicho y predicho acerca de los impasses de la insensata carrera en la que Occidente había arrastrado al mundo, no se habían tenido en cuenta esas recurrentes advertencias. El valiente profesor Dupin, que preside tal comisión, no deja de asombrarse de semejante ceguera ni tampoco de que se haya olvidado hasta tal punto la importancia de la poesía para la vida humana. Esperemos, pues, que se designe una comisión de este tipo una vez que se haya sofocado la pandemia actual.


Traducción de Christian Roy Birch, Psicólogo.